A finales de mayo de este año, un mundo inundado por noticias sobre la COVID-19 presenciaba el lanzamiento de la misión Demo-2 en la cápsula Crew Dragon de la compañía SpaceX. Un viaje hacia el espacio que despegó desde Cabo Cañaveral, Florida, percibido con entusiasmo y esperanza entre la conmoción generada por la pandemia.
La misión no es de las más complejas en la historia de estos vuelos. Desde que inició el ensamble de la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) en 1998, un total de 62 expediciones de astronautas han viajado y regresado para realizar labores de investigación científica, por ejemplo, estudios sobre cómo afecta la ausencia de gravedad las funciones del cuerpo humano.
Como en la mayoría de las expediciones pasadas, un grupo de astronautas (en este caso, Bob Behnken y Doug Hurle) despegaron en la cápsula lanzada por el cohete Falcon 9. Es importante entender que, en un lanzamiento como este, el cohete es el cuerpo que compone la mayoría del sistema, y es el encargado de proveer el empuje necesario para que la cápsula (localizada en la punta) salga de la atmósfera terrestre y supere la gravedad. Posteriormente, solo la cápsula, donde viajan los astronautas y los equipos, se ensambla a la ISS y permanece allí hasta el fin de la misión. Luego, los astronautas retoman la cápsula para regresar a la Tierra.
Esta infografía nos permitirá dimensionar, a manera de ejemplo, la capacidad técnica de la compañía estadounidense.
Después de llevar al espacio plantas y animales, y con más de 60 años de experiencia desde el primer viaje tripulado con humanos, una misión como esta no parece merecer el revuelo mediático que tuvo. Sin embargo, el contexto de quién, dónde y cómo fue financiada, es el que merece atención y, en especial, lo que permite soñar con el turismo espacial o la explotación de recursos fuera del planeta.
La exploración espacial es un sueño para la humanidad, incluso, desde los primeros pensadores griegos. La idea de entender el mundo que nos rodea y encontrar pistas sobre nuestro origen guían esas ambiciones, que no son ajenas para potencias como Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea y China.
Sin embargo, una de las grandes polémicas de estas iniciativas es el alto costo para los gobiernos. Según el portal Space.com se estima que el programa norteamericano del transbordador espacial, en sus 30 años de operación, costó alrededor de 192 billones de dólares (aproximadamente 1.5 billones por misión). Y, en ese caso, la pregunta válida de cualquier ciudadano es si es realmente necesario invertir esa cantidad de dinero, cuando acá, en la Tierra, tenemos problemas más demandantes: el cambio climático, el hambre, las epidemias, entre otras prioridades.
Estas cuestiones, sumadas a los accidentes del Challenger (1986) y del Columbia (2003), llevaron a una redirección del presupuesto norteamericano para la exploración, con la decisión de finalizar el programa del transbordador. El último vuelo fue en 2011 con el Discovery, cuando Estados Unidos perdió la capacidad de llevar personas al espacio.
En otras palabras, esto demuestra que una organización diferente a la NASA, y a otras agencias financiadas por los gobiernos de las superpotencias, está en la capacidad tecnológica de realizar estas misiones, y que pueden ser rentables.
Ya se rumora sobre la venta de tiquetes por 52 millones de dólares, aproximadamente, ofrecidos a turistas que deseen visitar la ISS hasta por 30 días, según datos publicados en el 2019 por el medio norteamericano CNBC.
Elon Musk es un emprendedor de origen sudafricano que, de acuerdo con un artículo publicado en Space.com, soñó con un acceso democrático al espacio y a sus recursos. Por eso, impulsó esta idea con su empresa SpaceX, mediante el desarrollo de diversos cohetes, entre ellos, lo que son reusables.
Muchos de los servicios con los que contamos en la actualidad, en algún momento, fueron monopolio del Estado. La industria farmacéutica, las comunicaciones e, incluso, la aviación son ejemplo de ello. En estos casos, el Estado invierte grandes sumas de dinero para mantener la oferta, sin enfocarse mucho en la rentabilidad, debido a que existen otras razones estratégicas para mantener los negocios. En la aviación, la necesidad de fabricar aeronaves de guerra y, posteriormente, mantener intercomunicados a sus nacionales.
Por otra parte, los negocios privados están orientados hacia la idea de obtener ganancias, lo que incentiva las acciones para reducir costos.
En principio, las aeronaves eran construidas por empresas públicas (o subsidiadas por el Estado) y operadas por aerolíneas del mismo sector. Los precios eran altos, lo que hacía casi impensable que personas con un ingreso medio o bajo pudieran acceder al servicio aéreo.
Posteriormente, empresas de fabricación como Boeing, Embraer y otras europeas que hoy conforman el consorcio Airbus fueron entrando al mercado y permitieron el ingreso de capital privado. A la vez, nuevas aerolíneas privadas fueron creándose y lograron que hoy hablemos de un transporte aéreo asequible para la mayoría de los habitantes del mundo.
En ese orden de ideas, es posible que en un futuro lejano hablemos de turismo y explotación de recursos del espacio. Que contemos con las capacidades, como las que demuestra tener SpaceX, sumadas a avances tecnológicos presentados por empresas como Boeing, Virgin Galatic, Blue Origin y Orion Span, entre otras.
Tal vez estamos presenciando el primer paso para la apertura de este mercado y que, eventualmente, los precios permitan que gran parte de la población pueda acceder a dichos servicios, como en algún momento se pudo hacer con el transporte aéreo.
Foto portada: Imagen de SpaceX-Imagery en Pixabay
Joham Álvarez-Montoya es investigador del Grupo de Investigación en Ingeniería Aeroespacial de la Facultad de Ingeniería Aeronáutica de la UPB. Puede conocer aquí sus principales investigaciones.
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