Cada año la Universidad Pontificia Bolivariana lleva a cabo la Escuela de Verano, un encuentro de ciudad en el que se reflexiona sobre la relación entre tecnología y sociedad. La presente edición del evento se desarrolla en torno a tres ejes de discusión: sostenibilidad, futuros deseables, y “tecnopoéticas”, entendidas estas últimas como todas las posibilidades de acción y reflexión que se desprenden de los vínculos existentes entre tecnología y estética.
Abordar la discusión en torno a la relación entre tecnología y sociedad, así como la pregunta por el futuro de la vida en el planeta, implica necesariamente revisar las formas en que nos relacionamos con nuestros congéneres, nuestras dinámicas de producción y consumo, y las maneras en que comprendemos y ejercemos el poder. Por este motivo, estos tres conceptos —colectividad, consumo y poder— se plantean como ejes de reflexión para la creación y el disfrute de las obras y experiencias que se integrarán a la agenda cultural de la presente edición de la Escuela de Verano.
En los discursos contemporáneos, la idea según la cual los fines individuales no deberían sobreponerse nunca al bienestar colectivo coexiste con la convicción de que la competencia por los recursos disponibles inevitablemente hace parte de las relaciones que se tejen entre la mayoría de los seres vivos. Con frecuencia, escuchamos llamados a la empatía y la solidaridad, mientras se elogia al individuo competitivo y exitoso, “construido a pulso”. Estas ideas, apoyadas en visiones superficiales de la individualidad y la colectividad, presentan ambos conceptos como contradictorios y terminan por desdibujar las relaciones existentes entre el bienestar individual y el bienestar colectivo.
Convencidos de nuestro valor intrínseco como individuos y del derecho a la libertad que de él se desprende, asumimos por entero la responsabilidad de nuestro bienestar y afirmamos que nuestras circunstancias personales dependen exclusivamente de nuestros esfuerzos individuales. Alienados por la promesa de que todo nuestro trabajo duro será recompensado, y engañados por la aparente bondad del asistencialismo, liberamos a los Estados de su responsabilidad como garantes del bienestar de las comunidades, a la vez que dejamos de ver la relación que existe entre muchos de nuestros problemas individuales y los fallos estructurales de nuestros sistemas económicos, políticos y sociales.
Una comprensión más profunda de lo que significan la individualidad y la colectividad demanda que nos preguntemos:
El consumo es una práctica que atraviesa casi todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana. Desde que abrimos la alacena en la mañana para preparar el desayuno, hasta que encendemos el televisor en la noche para ver una serie antes de dormir, estamos consumiendo todo tipo de cosas: alimentos, ropas, aparatos, energía, información, combustibles, entretenimiento. Y para muchos de nosotros, todas estas cosas están al alcance de nuestra mano, a un clic o a una transacción monetaria de distancia, listas para saciar nuestros apetitos.
A esta situación se suma el hecho de que, gracias a las estrategias de comunicación publicitaria, todo aquello que consumimos es abstraído de los procesos que fueron necesarios para su producción. Así, tanto la extracción de recursos naturales como la explotación humana y de otras especies, son para nosotros realidades lejanas que no tienen ninguna conexión con lo que elegimos comprar. A su vez, los desperdicios y la contaminación generados por nuestras prácticas de producción y consumo quedan fuera de nuestro paisaje cotidiano. En estas condiciones, consumir se convierte en un acto casi automático, que difícilmente pasa por un ejercicio de revisión.
De cara al inminente colapso ecológico de nuestro planeta y a normalización de las prácticas de explotación laboral contemporáneas, resulta urgente cuestionarnos:
Seamos o no conscientes de ello, lo que sucede con nuestra vida y la vida de nuestra comunidad está en gran medida determinado por estructuras de poder creadas y administradas por otras personas. Somos gobernados por sistemas democráticos en los que, en teoría, el poder reside en nosotros, el pueblo, quienes tenemos la potestad de definir el curso de la vida cívica a través del voto. En la práctica, sin embargo, notamos que el poder pertenece a terceros: gobernantes en cuyas palabras no podemos confiar, grandes grupos empresariales que acaparan el capital económico y explotan los recursos naturales más allá de sus límites, medios de comunicación que controlan la información a la que tenemos acceso, instituciones y personas con redes de influencia lo suficientemente fuertes como para perpetuar prácticas de opresión y violencia sobre grupos humanos históricamente marginados.
Sentimos que la promesa de la democracia falló en algún punto, que los sistemas de participación están corruptos. Y la idea de poder, a su vez, parece estar rodeada de maldad, ambivalencias, contradicciones. Así, la frustración o la incomodidad terminan por poner distancia entre nosotros y el poder que, en teoría, debería pertenecernos.
Si queremos construir sociedades más justas, debemos repensar nuestra relación con el poder, comprender cómo opera, cómo lo ejercen quienes lo ostentan. Estamos llamados a revisar el conjunto de valores en los que deberían cimentarse nuestros sistemas de gobierno, y sobreponernos al malestar que supone asumir el conflicto, las tensiones y las decisiones difíciles. Necesitamos preguntarnos: